ANDREA VIANINI Y UN 4 DE OCTUBRE DE 1970 MUY TRISTE
Corría el año 1970 y SP ya en su segundo año demostraba una evolución constante y se desarrollaba como la categoría mas importante.
Sus autos evolucionaban día a día, pero eran épocas donde las medidas de seguridad no eran todavía muy tenidas en cuenta, a pesar de ello no había ocurrido ningún accidente fatal ni muy grave hasta el momento.Era el primer fin de semana de octubre de ese año y en la ciudad de Las Flores se corría en su autódromo, Gral San Martín una fecha de la categoría boom del momento organizada por el Vicente López Automóvil Club.
Lo único destacable de la fecha era el debut de Eduardo Copello con un nuevo Berta motor delantero y nada hacía prever que se producirían tres accidentes, uno por día.
El primer accidente se produce el viernes, cuando el Huayra de Federico Urruti queda destruido, el segundo ocurre en las pruebas de clasificación del sábado y el que destruye su Halcón es Ricardo Zunino. Ambos autos quedan inutilizados pero sus pilotos salen ilesos, cosa que no ocurriría al día de la carrera.
Andrea Vianini, ex piloto y playboy, es una figura legendaria dentro del deporte argentino, literalmente volara en uno de los curvones del autodromo de Las Flores, quedando postrado luego del tremendo accidente que sufriera el 4 de octubre de 1970 en Las Flores.
Relato de su libro aca les dejo un resumen tremendo de dicho dia:
“El 4 de octubre de 1970 corrí mi última carrera: fue en Las Flores a bordo de un Baufer-Chevrolet. Se repetía el Gran Premio de abril de ese año, en el cual, después de puntear toda la carrera y ganar la serie, tuve la mala suerte de que el auto me dejara a pie. Esta vez quería tomarme la revancha. Empecé con el pie izquierdo y cuando salí a clasificar tuve problemas con los frenos porque el pedal se me iba a fondo y perdí la pole position. ‘Una de las cubetas de la bomba tiene una fuga’, me explicaron los mecánicos. Clasifiqué segundo detrás de García Veiga. Como la carrera era al día siguiente, opté por irme a La Concepción con Germán Sopeña y otro periodista de Corsa. En la estancia me esperaba un tropel de amigos, encabezado por Cristiano Rattazzi, que acababa de llegar.Después de comer tomé un whisky y fui a acostarme. Empecé a dar vueltas en la cama. ‘No tengo ganas de correr’, pensaba, y me asusté, porque por primera vez el derrumbe de mi vida se colaba en mi pasión por los fierros. Dolores dormía a mi lado. En esos días nuestro alejamiento era mayor que nunca, pero cuando la sentí respirar despacio la miré con ternura; algo muy fuerte renació en mí, y me puse a acariciarla. Se despertó y ejecutamos algo que ya era un rito: peleados o no, antes de cada carrera hacíamos el amor.
-“Hoy va a pasar algo malo”, le dije cuando terminamos.
-“No digas pavadas”, me contestó.Todos se excitaban haciendo pronósticos favorables. Todos menos yo. En lugar de entusiasmarme con la idea de una inminente victoria, preferí algunos comentarios acerca del prototipo que estábamos preparando. El Baufer era una especie de Frankenstein hecho con retazos y lleno de injertos, en cambio el auto que me preparaba el ingeniero Pedro Campo, en esa época un genio indiscutido, era otra cosa. Estábamos construyendo un prototipo desde cero; chasis y carrocería especialmente diseñados y un motor Chevrolet 250 con toda la complejidad mecánica posible. Esperaba mucho de esa máquina, porque iba a ser terriblemente competitiva
-“Hoy va a pasar algo malo”, le dije cuando terminamos.
-“No digas pavadas”, me contestó.Todos se excitaban haciendo pronósticos favorables. Todos menos yo. En lugar de entusiasmarme con la idea de una inminente victoria, preferí algunos comentarios acerca del prototipo que estábamos preparando. El Baufer era una especie de Frankenstein hecho con retazos y lleno de injertos, en cambio el auto que me preparaba el ingeniero Pedro Campo, en esa época un genio indiscutido, era otra cosa. Estábamos construyendo un prototipo desde cero; chasis y carrocería especialmente diseñados y un motor Chevrolet 250 con toda la complejidad mecánica posible. Esperaba mucho de esa máquina, porque iba a ser terriblemente competitiva
El pobre Baufer, en cambio… Entre eso y mis dramas personales estaba tan triste que íntimamente llegué a considerar con seriedad la posibilidad de no ir a correr. Me di ánimos: ‘Es la última carrera con este auto. La próxima va a ser mejor’. Y salí para Las Flores. Todo fue como un sueño. Casi sin darme cuenta me encontré en el auto, me ataron los cinturones, dos arriba y uno en cada pierna, bien ajustados. Me pusieron los tapones en los oídos. El casco se deslizó en mi cabeza. ¿OK? Pulgar arriba. OK. Di dos vueltas previas reconociendo las curvas, tomé el curvón grande a fondo y me reencontré con el placer de una trayectoria bien lograda. Las pulsaciones empezaron a subir, la fuerza irresistible de manejar me absorbió y dejé de pensar en mis problemas para concentrar toda la atención en el manejo. Dolores tomó los tiempos. Buenos, muy buenos. ¿Abandonar la carrera?. Me reí solo.Largué en primera fila, del lado de afuera. En la otra punta estaba García Veiga. Por el espejo vi a Cupeiro, Ruesch, los pilotos de Ford y Chevrolet… Apreté el acelerador a fondo para escuchar el motor. No aceleró. Saqué la mano para avisar atrás.
El largador era Froilán González, me vio, y vio a mis mecánicos tratando de detectar la falla. Teóricamente, una largada no se para, tendría que haber regresado a boxes a arreglar mientras los demás comenzaban a correr. Pero Froilán me conocía bien porque me preparaba los motores, y decidió parar; me dio una mano para no quitarme posibilidades. Cuando reparamos el auto, se largó. Empecé bien. García Veiga punteó de entrada, imparable, con todas las luces y a bordo de un autazo, pero conseguí colocarme segundo. Ruesch venía tercero y Cupeiro cuarto. Aunque García Veiga me sacaba medio segundo por vuelta, mantuve mi colocación sin dificultad; rezagado y tomando las curvas con decisión, no me arriesgué a cometer errores.
En la octava vuelta, en la chicana que está antes del curvón, Ruesch me pasó. Su auto andaba mejor que el mío y cuando traté de chuparme atrás no pude, así que me sacó cincuenta metros. Sin embargo, sabía que iba a recuperar esa distancia porque en el curvón grande Ruesch levantaba la pata. Y yo no. Antes de llegar, vi a Gastón Perkins sobre la derecha. En ocho vueltas le veníamos sacando una y Ruesch lo pasó sin problemas antes de llegar al curvón. Yo, que venía detrás, me encontré a Gastón de golpe. No me preocupé. Estaba todo bien. Perkins iba mucho más despacio que yo, no necesitaba abrirse para dar la curva. Iba a darme paso. Seguro que no se abría… Pero se abrió. No me dejó otra alternativa que pasarlo por afuera. Cuando nuestros autos se pusieron a la par, lo miré a la cara una fracción de segundo y lo vi asustado. Entre su auto y el mío había un centímetro de luz y yo venía a casi 260 kilómetros por hora. Para no tocarlo cuando se abrió, no tuve más remedio que pasarlo por afuera y pisé el pasto con dos ruedas. Había llovido, estaba mojado y con la quinta a fondo entré en un inevitable trompo. Seguí aferrado al volante pensando “ahora el auto se agarra otra vez, no hay obstáculos…”. Pero había una alcantarilla que agarré con todo. Me fui contra una pared. Estaba por estrellarme a 260 kilómetros por hora y lo único que pensaba era cómo recuperar el tiempo perdido…
El auto mordió la banquina, se puso de costado y empezó a levantar vuelo. Saltó limpiamente la pared de contención y golpeó de costado contra el piso. Una puerta cayó al pasto. Yo ya no estaba allí
El largador era Froilán González, me vio, y vio a mis mecánicos tratando de detectar la falla. Teóricamente, una largada no se para, tendría que haber regresado a boxes a arreglar mientras los demás comenzaban a correr. Pero Froilán me conocía bien porque me preparaba los motores, y decidió parar; me dio una mano para no quitarme posibilidades. Cuando reparamos el auto, se largó. Empecé bien. García Veiga punteó de entrada, imparable, con todas las luces y a bordo de un autazo, pero conseguí colocarme segundo. Ruesch venía tercero y Cupeiro cuarto. Aunque García Veiga me sacaba medio segundo por vuelta, mantuve mi colocación sin dificultad; rezagado y tomando las curvas con decisión, no me arriesgué a cometer errores.
En la octava vuelta, en la chicana que está antes del curvón, Ruesch me pasó. Su auto andaba mejor que el mío y cuando traté de chuparme atrás no pude, así que me sacó cincuenta metros. Sin embargo, sabía que iba a recuperar esa distancia porque en el curvón grande Ruesch levantaba la pata. Y yo no. Antes de llegar, vi a Gastón Perkins sobre la derecha. En ocho vueltas le veníamos sacando una y Ruesch lo pasó sin problemas antes de llegar al curvón. Yo, que venía detrás, me encontré a Gastón de golpe. No me preocupé. Estaba todo bien. Perkins iba mucho más despacio que yo, no necesitaba abrirse para dar la curva. Iba a darme paso. Seguro que no se abría… Pero se abrió. No me dejó otra alternativa que pasarlo por afuera. Cuando nuestros autos se pusieron a la par, lo miré a la cara una fracción de segundo y lo vi asustado. Entre su auto y el mío había un centímetro de luz y yo venía a casi 260 kilómetros por hora. Para no tocarlo cuando se abrió, no tuve más remedio que pasarlo por afuera y pisé el pasto con dos ruedas. Había llovido, estaba mojado y con la quinta a fondo entré en un inevitable trompo. Seguí aferrado al volante pensando “ahora el auto se agarra otra vez, no hay obstáculos…”. Pero había una alcantarilla que agarré con todo. Me fui contra una pared. Estaba por estrellarme a 260 kilómetros por hora y lo único que pensaba era cómo recuperar el tiempo perdido…
El auto mordió la banquina, se puso de costado y empezó a levantar vuelo. Saltó limpiamente la pared de contención y golpeó de costado contra el piso. Una puerta cayó al pasto. Yo ya no estaba allí
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